Irashaimase! Esta es la primera palabra que se escucha en cualquier lugar de Japón al entrar en un establecimiento comercial. De esta forma saludan todos los empleados del lugar al nuevo cliente. Como forma respetuosa y calurosa de bienvenida, esta exclamativa llega a hacerse tan habitual y rutinaria que a veces es omitida por nuestro cerebro. Ya dentro del establecimiento, si un empleado entra en escena y se percata de nuestra presencia como nuevo visitante, es muy probable que éste se pare junto al cliente y pronuncie el ritual mientras inclina la cabeza. En los bares y restaurantes es incluso habitual que desde la cocina asomen la cabeza los empleados para ejecutar el protocolo.

Calle comercial de Tokio. Fuente: Autor del post

Y es que este país alberga una cultura cuyos pilares fundamentales son el respeto, más aún si se trata de un cliente, y el culto al trabajo. El resto de elementos que componen la estructura de esta cultura, de la forma de ser de sus gentes, del estilo de vida, se apoyan y nutren de estas dos máximas. Más que el desempeño de un trabajo de forma correcta, es pasión por el trabajo bien hecho, por la satisfacción del cliente y por el riguroso seguimiento del procedimiento y actividades que el puesto requiere.

A modo de ejemplo, resulta sorprendente observar por primera vez como los conductores de los trenes que componen la extensísima y laberíntica red de metro, realizan de forma impecable el mismo ritual entre paradas, compuesto por infinidad de pasos. Concretamente, los asistentes de conducción, que viajan en la cabina del último vagón del tren, ejecutan, entre muchas otras, las siguientes actividades de forma meticulosa: Una vez detenido en la estación, este individuo acciona el pulsador de apertura general de puertas, abre la puerta de su cabina, y abandona el habitáculo para situarse en el andén y pronunciar el nombre de la estación, pese a que apenas se le pueda oír debido al ruido de la muchedumbre que entra y sale de los vagones. Cuando el asistente de andén da la señal con su bandera o farolillo, el asistente de conducción levanta el brazo señalando el sentido del trayecto y pronuncia algunas palabras, apenas audibles, para, acto seguido, introducirse en su cabina. Tras accionar el cierre de puertas, éste cierra su puerta con sumo cuidado, abre la ventana de la cabina y asoma la cabeza para observar el andén mientras el trasporte acelera. Hasta que no se ha consumido el último metro de andén, permanece asomado y con su mano puesta sobre la seta roja de freno de emergencia. En el instante exacto en que el andén se pierde de vista, el asistente se introduce en el interior, cierra la ventana, enclavando el pestillo de la misma con suavidad y apunta con el dedo índice al monitor de abordo mientras pronuncia otro ritual, de nuevo solo sonoro para él. Mientras el tren devora metros de vía, el asistente revisa la tabla de horarios, que deben cumplir al segundo, y contrasta con su reloj. Además, mediante el interfono, mantiene informado a los pasajeros de cualquier eventualidad, desde incidencias en esa y otras líneas cercanas, hasta las causas por las que el tren ha permanecido cinco segundos parado durante el trayecto. Cuando el tren se aproxima a la siguiente estación el bucle comienza de nuevo y se acomete, como siempre, con militar disciplina.

Pudiera pensarse que, en un país donde la tasa anual de suicidios en las vías de tren es tan elevado[1], la seguridad en la operación de los trenes exige tal rigurosidad, pero el lector pudiera sentirse igualmente sorprendido al observar a cualquier cajero de supermercado ejecutar, cual autómata, un procedimiento de trabajo similar, y ver cómo las palabras “Arigato Gozaimashita” (Muchas Gracias) se pronuncian al final del proceso de venta mientras se realiza una reverencia, aunque el cliente ya no se encuentre presente en la caja.

En uno de los países más consumistas del mundo, el engranado aparato de consumo esta en marcha las veinticuatro horas del día. No hay espacio para la posibilidad de que exista un solo yen que pretenda salir de un bolsillo, y no tenga comercio a donde llegar. Además, en ciudades como Tokyo, una de las áreas metropolitanas mas pobladas del mundo[2], no existe una sola dirección donde mirar sin acabar observando un cartel publicitario que reclame nuestro consumo.

Todo parece diseñado para que cada yen que gane un individuo vuelva rápidamente al sistema para continuar dinamizando la maquinaria económica, y que ésta jamás pierda inercia. Bajo estas premisas, la vida en Japón pasa por largas jornadas de trabajo. Existe además un fenómeno muy curioso provocado por la elevada proporción de horas diarias que las personas invierten en su lugar de trabajo, y en el entendimiento del lugar y los compañeros de trabajo como “cuasihogar” y “cuasifamilia”. Y es que son tantos los elementos de la vida cotidiana de que se dispone en el lugar de trabajo, en la mayoría de los casos, y son tantas las horas diarias que se invierten en dicho espacio, que el verdadero hogar queda, cada vez más, relegado a un pequeño espacio donde se vuelve solo a dormir. A veces ni eso.

Gracias, o pese a, los fenómenos descritos, la sensación, desde el punto de vista del consumidor, es que el producto o servicio siempre es de calidad, y en ningún caso existe actitud deshonesta por parte del vendedor o empresa. Esta aura que desprende todo el sistema de consumo, se fundamenta de forma interna a cada individuo por la idea de que esa conducta de exquisita rigurosidad en el desempeño de las tareas, que es parte fundamental de la cultura, esta detrás de cada producto o servicio. El autor invita a experimentar este choque cultural y sensaciones descritas visitando Japón, sin duda alguna el país del culto a trabajo.

Francisco R. Blánquez

Investigador en Ingeniería Eléctrica

Tokyo Institute of Technology