El mundo actual asiste a la fuerte oposición individuo-comunidad, traducida en la imposibilidad de un Estado ético.

 Bajo la idea moderna de que a mayor grado de fortalecimiento de la subjetividad y de los derechos individuales se mantiene a raya a un Estado que puede cernirse sobre el ciudadano como un Leviatán que se proyecta autoritariamente, hoy asistimos a la paradoja de sabernos dentro de las fauces de un absolutismo ya no del Estado sino de un poder económico-financiero que avasalla nuestros derechos.

Este nuevo absolutismo económico–financiero que ejecuta, bajo formas más o menos impersonales y, como “brazo armado” del capitalismo, acciones autorreferentes, es decir, acciones que no poseen más justificación que incrementar su propio poder, nos ha dejado en la situación de crisis mundial actual. Ya no es el Estado el objeto de peligro sino el mercado, como espacio de poder extrajurídico y como poder social salvaje neo-absolutista.

El riesgo de un individualismo atomizante que provoca un grado de despolitización alarmante nos deja en una situación social de indefensión. Esto último puesto que el poder que oprime es ejercido desde la supuesta sociedad civil o “sociedad natural” de la cual el mercado forma parte. Desde una posición liberal, la crítica no abunda aunque los resultados para un mea-culpa son más que contundentes. Esto es así porque para el liberalismo no es concebible que el mal se identifique con algo distinto del poder estatal tradicional. La sociedad civil: poderes económicos concentrados, bancos, multinacionales… forman parte del mismo espacio en el que también se encuentra el ciudadano de a pie, nosotros mismos. En otras palabras, para el liberalismo la lucha contra la opresión es válida siempre que la opresión provenga desde fuera y no en la propia sociedad civil naturalmente armónica y exenta de conflicto. Esta contradicción teórica nos impide ver con claridad a qué poder nos enfrentamos y dar una explicación del actual déficit de “agencia “. La procedencia exacta de las amenazas que hacen peligrar la efectivización de los derechos que permiten una vida digna es elusiva y difícil de determinar, y cuando resulta determinable, suele estar fuera del alcance real o imaginario de los individuos.

Si el daño causado ya se ha cargado prácticamente a una generación de jóvenes, éste aún puede ser mayor, y es por eso que no podemos sucumbir a una lógica legitimadora de un poder económico-financiero que se nos presenta como tendencialmente absoluto por su falta de sujeción al derecho y en connivencia con un poder político deslegitimado en su fuerza estatal por postulados liberales que lo debilitan día a día bajo la necesidad de eficiencia y austeridad.

La modernidad nos trajo una subjetividad racional autosuficiente que nos empuja a una libertad cerrada sobre la individualidad y que hace del hombre un ser aislado sin necesidad de otra cosa que su yo racional. La moral escindida de lo legal, y lo justo negado como problema jurídico nos dejan sumergidos en el barro con la esperanza de que la sanción moral como presión social haga lo suficiente para corregir el rumbo, pero ya sospechando que esto no puede ser más que una ilusión. Si la moral es el ámbito exclusivo de la individualidad y el derecho es percibido como norma que se impone autoritariamente por el Estado y cuya única virtud es su potencia coercitiva, los derechos individuales serán teóricos; permanecerán en el papel y en los deseos individuales, limitando el destino de una libertad real y concreta.

Si el pensamiento jurídico político de la Ilustración y el Constitucionalismo a partir de Spinoza, Rousseau y Montesquieu socavó las bases del Estado absolutista y preparó las bases para el advenimiento de un ciclo de transformaciones sociales al cabo del cual derecho y Estado se vincularían a través de la democracia y los derechos humanos, hoy más que nunca necesitamos de voces que nos inviten a comprender que para gozar efectivamente de los derechos consagrados en el papel es necesaria una “condensación social” que nos permita como ciudadanos actuar en pos de remover los nuevos obstáculos de hecho, sean estos económicos, sociales o culturales, para concretar las libertades e igualdades proclamadas desde los orígenes de los procesos modernos de democratización.

La “seguridad jurídica” demandada por los capitales transnacionales y entendida como  “orden estable” aunque, también debemos decirlo, no equitativo, no ético ni moral, constituye otro de los falsos dilemas que se imponen a los países periféricos y que no puede ser visto sino como reflejo de un “privilegio de lo formal”. Sin un orden justo sustancial, la seguridad jurídica no puede ser más que una estabilidad coyuntural con fecha de caducidad. La justicia queda relegada al mundo de lo subjetivo, no puede servir de referente porque si así fuera desestructuraría lo previsible y deseable para algunos: el mantenimiento de un orden intrínseco injusto en donde lo jurídico sólo tiende a evitar la guerra de todos contra todos,  con impugnaciones valorativas necesarias para otros.

Es imperativo volver a un Estado ético, un marco sustancial de referencia dentro del cual la libertad cobra sentido junto al otro. Lo propio de la libertad es abrirse hacia la comunidad, hacia un espacio de fines comunes que evita el “totalitarismo del yo”, en otras palabras, de un individuo que se pierde en una sociedad que no lo reconoce.

Diego Abad Cash