«El despotismo ve en el aislamiento de los hombres, en su indiferencia e ignorancia, la garantía más segura de su propia duración. […] Llama espíritus turbulentos e inquietos a los que pretenden unir sus esfuerzos para crear la prosperidad común y, cambiando el sentido de las palabras, llama buenos ciudadanos a los que se encierran estrictamente en sí mismos […].» Alexis de Tocqueville. La democracia en América, 1840.

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En su brillante estudio de los incipientes Estados Unidos, se quejaba amargamente el vizconde de Tocqueville de que los norteamericanos, obsesionados con sus propios negocios y vidas privadas, habían dejado a su suerte las riendas del Estado, a las que habían acudido presto los “políticos profesionales” quienes, ante la pasividad de sus gobernados, tendían a concentrar cada vez más poder a través de sutiles formas.

En los últimos años, en nuestras antaño prósperas sociedades, se viene hablando con cierta asiduidad de la llamada “crisis del Estado”, donde aquel ente casi divino que ideara Hegel se habría convertido, con la actual fase del capitalismo transnacional “financiarizado”, en poco más que una estructura anacrónica y cadavérica. Pero, si levantamos el velo, si ahondamos en las que, dicen, son las causas de dicha crisis, nos daremos cuenta del engaño. Como a esos Estados Unidos a los que se refería Tocqueville, nuestros Estados en realidad, y a través de complejos y sutiles mecanismos y procesos, han ganado un poder difícilmente igualable.

En el plano internacional, dicen, el Estado ya no es el único sujeto activo. Ahora, decenas de organizaciones internacionales, de integración o cooperación, gravitan por encima de los ordenamientos nacionales, los perforan, los expanden o contraen, incluso los determinan. El ámbito de lo político se repliega a través de la tecnificación y se diluye en un mar de soft law y convenios internacionales ajenos a la voluntad soberana de los Estados, mientras estos, impasibles, van absorbiendo decisiones tomadas a miles de kilómetros de sus respectivos centros de poder. Lo que antes era meramente internacional, con las nuevas organizaciones supraestatales, de difícil legitimidad y menor control democrático (piensen en la UE), pasa ahora a convertirse también en nacional e interno, pues la absorción de esas decisiones y la propia aceptación del marco en el que se adoptan, limitan ampliamente el margen de lo que puede decidir el Estado.

Al mismo tiempo, la consolidación de las grandes empresas transnacionales y del proceso de internacionalización del capital, la mal llamada “globalización”, asedia al Estado desde el exterior de sus propios límites, desde el “afuera” de lo “político”, pero desde el “interior” de un capitalismo que no entiende de zonas exógenas a su dinámica mercantilizadora. La desregulación financiera y la existencia de paraísos fiscales serían los ejemplos paradigmáticos.

¿Cómo, entonces, podemos hablar de Estados fuertes? Levantemos, pues, el velo.

Las organizaciones internacionales que han contribuido a la supuesta crisis de la centralidad del Estado en la toma de decisiones, son, en realidad, creaciones conscientes ad hoc de los propios Estados, pues su legitimidad deriva del reconocimiento de éstos, y sus decisiones solo son eficaces si los Estados así lo deciden. Por mucho que se quiera hacer ver a la Unión Europea como un ente intangible y necesario producto de la globalización, no se logra esconder su origen en decisiones pura y simplemente estatales. El complejo entramado burocrático-institucional, los tratados comunitarios e, incluso, los mismos principios que vertebran la Unión, tiemblan ante un leve soplo de los Jefes de Gobierno. La Unión, y las demás organizaciones supraestatales, no son centros aislados e inimputables de toma de decisiones, sino extensiones atrofiadas de la voluntad estatal, que ha conseguido a través de estos tentáculos institucionalizados reforzarse y ampliar la misma concepción de Estado que se venía dando desde Westfalia (pues ellas mismas y sus normas son, en puridad, también Estado). Otra cosa bien distinta es que el principio democrático que, de alguna u otra forma, sí está configurado con cierta eficacia de los Estados “hacia dentro”, no se haya proyectado “hacia fuera”, pero ello no le niega el carácter estatal a dichas extensiones, sino su naturaleza ademocrática o, cuando no, abiertamente antidemocrática. Piénsese en la predominancia de las potencias centrales europeas frente a la periferia (los llamados PIGS –Portugal, Italia, Grecia y España-), alcanzada por la vía de hecho y muchas veces consagrada jurídicamente (la obsesión alemana por la inflación se ha vertido en los objetivos últimos del Banco Central Europeo -BCE-, por ejemplo).

Igualmente, los términos con los que se describe el capitalismo transnacional, el cual  sobrevolaría por encima de las anticuadas fronteras nacionales e impondría sus oscuras decisiones a los Estados, esconden cierto “globalismo” que intenta justificar la situación existente y vetar las alternativas posibles al proclamar la inevitabilidad de la globalización, en una especie de vuelta chapucera al iusnaturalismo mercantilista. Lo cierto y verdad es que los datos empíricos nos muestran que los mercados internacionales están llegando a un parámetro de internacionalización similar al que disfrutaban antes de la I Guerra Mundial (la edad dorada del capitalismo internacional), y que la inmensa mayoría de la producción e inversión se hace en términos nacionales. Es más, las grandes y aparentemente todopoderosas multinacionales son también deudoras e hijas de sus Estados, quienes siempre tienden a resguardarlas de los embates de las crisis o de las “aventuras populistas” (recuerden el rescate de General Motors o  el proteccionismo del gobierno español con las energéticas en América Latina). La tan mentada desregulación financiera tampoco es tal, pues nunca antes había existido la actual proliferación y complejidad del marco regulatorio, estando hasta el más mínimo ingenio financiero respaldado en normas de diverso rango. Y la existencia de los paraísos fiscales, amparados por Estados pírricos en el ámbito internacional, se podría desvanecer solo con la cara compungida de algún ministro de finanzas.

La llamada “crisis del Estado” muestra dos dualidades, Estado/Supraestatalidad técnica y Estado/Capital transnacional, a través de un marco teórico que adjetiva los orígenes de tales antagonismos al Estado como independientes e irremediables, ocultando su procedencia directamente estatal (caso de las organizaciones supraestatales) o, cuando no su también origen estatal, su aceptación e incluso apoyo por parte del Estado (empresas transnacionales). Al velar sus verdaderos orígenes y elevarlos a la naturaleza de “necesarios” o “naturales”, se está escondiendo al mismo tiempo lo “contingente” ínsito a los supuestos antagonismos, cuya propia existencia depende de ese ente al que demasiado pronto hemos enterrado, el Estado, y que sigue conservando su potencial transformador.

Lo que Tocqueville denunciaba de los Estados Unidos decimonónicos, se repite en la actualidad a través de unos subterfugios que harían temblar al noble francés. La complejización de las relaciones internacionales y de los ordenamientos jurídicos estatales, la proliferación de centros de decisión y fuentes de creación normativa, la existencia de empresas transnacionales que traspasan fronteras, la mercantilización de los espacios públicos y de la propia vida, etc., son procesos que han sido impulsados y consentidos, cuando no directamente creados, por un Estado cuya fuerza originaria han querido que olvidásemos. Al igual que se ha mantenido en los últimos años al servicio del proceso de acumulación y de la consolidación del capitalismo financiarizado, el Estado puede subvertir tales procesos desplegando las fuerzas a él inherentes. Pero sólo lo hará si ese pueblo del que se quejaba Tocqueville despierta de su aislamiento, toma las riendas de su destino y rompe de una vez por todas la venial complicidad entre el Estado y el capitalismo que sustenta.

Gabriel Moreno González