Érase una vez 2012. Aquel año en que vivíamos una fuerte crisis económica, social, política y cultural, que causaba una incertidumbre asombrosa, yo me encontraba en Madrid, realizando estudios de postgrado en la Escuela Diplomática, rodeado de una generación magnífica de estudiantes y profesores de reconocido prestigio.

Hoy hace 30 años de aquello, y mucha gente, acostumbrada al ruido de la vida diaria, ha olvidado cómo sucedió todo: cómo dejamos atrás la crisis, cómo cambiaron las estructuras. Yo no, y por ello me gustaría compartirlo con todos vosotros.

Tras un convulso año I en el Gobierno de España, Mariano Rajoy y su equipo deciden emprender unas negociaciones muy ambiciosas a varias bandas, siendo la primera fase de las mismas en el más estricto de los secretos. En primer lugar, acuerdan con el principal partido de la oposición, el PSOE (por entonces el partido de centro-izquierda y cuyo heredero es el Partido Social Demócrata o PSD), una reforma constitucional profunda, que por una parte incluya una configuración territorial verdaderamente federal, con la inclusión de la reforma del Senado, entre otras cuestiones, (desde la Constitución de 1978 venía configurándose el llamado “Estado de las Autonomías”) y por otra arreglase la sucesión de la Corona (pues entonces el primer varón era quien reinaba y no el primogénito).

Una vez se desvela un principio de acuerdo, los partidos mayoritarios lo abren al resto de las distintas formaciones políticas, buscando un consenso que no llega, salvo por parte de Izquierda Unida (comunistas), pues tanto UPyD como todos los partidos denominados “nacionalistas” lo rechazan (aquél fue el año de la famosa Diada del 11-S en Cataluña, en la que se pidió masivamente la secesión del territorio catalán con respecto a España).

Tras dos años de negociaciones, se terminó por configurar la reforma de la Constitución a finales de 2014. En abril de 2015 se celebró un Referéndum para aprobar o no dicha reforma. Venció el Sí con un 60% de votos. El No tuvo un 30%. La abstención rozó el 35%. Como dato significativo, en Cataluña y el País Vasco, donde los partidos nacionalistas habían llamado a votar negativamente, el sí venció con un 50,6% y un 51% respectivamente, aplazándose en el tiempo la polémica por la independencia de dichas Comunidades Autónomas.

No obstante, esto fue sólo el comienzo. Las siguientes elecciones fueron vencidas por el PSOE, ya denominado PSD, y que, tras la celebración de primarias abiertas a todos los simpatizantes del mismo, fueron ganadas por Carme Chacón, antigua Ministra de Defensa, que resultaba así la primera mujer que accedía a la Presidencia del Gobierno español. A pesar del apoyo en la reforma constitucional, los recortes le costarían el puesto a Mariano Rajoy.

Al mismo tiempo que negociaba el cambio constitucional, Rajoy iniciaba un proceso más ambicioso, apoyado desde hacía ya mucho por figuras de la índole de José Saramago: la unión política entre Portugal y España, una unión que finalmente daría lugar a la estructura estatal en la que vivimos hoy en día, la República Federal Ibérica (más comúnmente conocida como Iberia).

Su plan, sin embargo, chocaba con una cuestión fundamental: la Jefatura del Estado. Si España era una monarquía, ¿qué sería la nueva Iberia? Para Portugal no era negociable que debía ser una República.

Esta barrera, a priori insuperable, tuvo un final mucho más cercano del que se preveía. En marzo de 2016, tras una larga enfermedad, fallecía el monarca español, Don Juan Carlos I. Su sucesor a título de rey, Felipe de Borbón, el futuro Felipe VI, y tras constatar que el apoyo del pueblo español para el mantenimiento de la monarquía en España era muy débil (se solía decir que España no era monárquica, sino juancarlista), decidió someterse al plebiscito nacional y para ello pidió al Gobierno de Chacón que realizase un Referéndum. Resultado: 55% República; 42% Monarquía. Y así se acabó la dinastía borbónica.

Los planes de constituir una nueva forma estatal, Iberia, tenían así vía libre. La opinión pública empezó a tomarse en serio el asunto, y saliendo de la crisis poco a poco como estábamos, entendimos que quizás esta unión podría significar una recuperación de la confianza y, por ende, de la economía, y así embarcarnos en un nuevo proyecto, portugueses y españoles, que nos uniese y nos diese un peso específico mayor en Europa y en el resto del mundo.

El apoyo fue masivo. La abstención apenas rozó en 20%. El Sí logró vencer el Referéndum con un 75% de apoyos; mientras que el No se quedaba en el 15%. La nueva estructura estatal pasaría a tener tres capitales: Madrid, Lisboa y Barcelona, que se dividían las distintas tareas administrativas. El Estado respetaría la configuración federal de los territorios, como señalaba la última reforma de la Constitución Española (o como sucedía en EEUU y Alemania). El castellano seguía siendo lengua obligatoria en el territorio de la antigua España, mientras que en Portugal seguía siéndolo el portugués. Asimismo, las regiones con otras lenguas propias, como Cataluña o Galicia, seguirían teniendo cooficialidad de las mismas.

La responsabilidad de los nuevos líderes europeos provocó el último de los cambios profundos que se produjeron: la verdadera constitución de unos “Estados Unidos de Europa”, con una Constitución propia, y donde no figuraba Gran Bretaña y si lo haría desde 2030, Turquía. Esta unión política buscó desde el primer momento una mayor responsabilidad de sus miembros (con sanciones automáticas por no seguir las directrices acordadas) y una búsqueda del bienestar común, reclamando que nunca más se volvería a permitir que sucediesen cosas tan graves como en el período 2008-2013.

Y nunca más sucedieron, o al menos hasta ahora ha sido así.

España no volvió a ser lo mismo. Europa tampoco.

Salvador Llaudes