Si tomamos como punto de partida de este análisis la definición de la finalidad de la constitución de las Naciones Unidas y como ejemplo de ésta, la intervención militar aliada en Libia que derrocó al régimen del tirano Muamar el Gadafi, todas las alarmas comienzan a saltar. Como veremos, en el caso de Siria la falta de implicación de la comunidad internacional y la tibieza de los esfuerzos diplomáticos llevados a cabo hasta la fecha, no nos dejan más remedio que concluir que pase lo que pase a partir de ahora, llegamos tarde, muy tarde.

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La Carta fundacional de la ONU, en su preámbulo, reza que las Naciones Unidas se constituyen resueltas a “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra“. Si bien es cierto que en la historia de esta Organización el desarrollo de este fin ha entrado en conflicto a la hora de la práctica con otro principio fundamental recogido en la misma Carta: el de no injerencia de sus miembros “en los asuntos que son esencialmente de la jurisdicción interna de los Estados”. Sin embargo, mediante el impulso de distintas doctrinas de Derecho Internacional sobre seguridad internacional, paz justa, y derechos humanos, se ha justificado la intervención de la comunidad internacional en un estado soberano en casos puntuales. Así, cuando se ponga en peligro la paz y seguridad de terceros estados, o cuando el gobierno del estado, cuya soberanía se menoscaba con una injerencia externa, en una dejación de sus deberes, sea incapaz de proteger a su población, o bien, actúe como cómplice o perpetrador directo de genocidios, crímenes de guerra, o crímenes de lesa humanidad. Esta línea doctrinal, impulsada en origen por los Secretarios Generales de la ONU, Pérez de Cuéllar y Butros Ghali, dio paso a las intervenciones bajo el paraguas del concepto de Injerencia Humanitaria, como precedente de la actual doctrina de la Responsabilidad de Proteger, ideada por Kofi Annan y reafirmada después por Ban Ki-Moon, con quien logró su verdadero poder ejecutivo, al conseguir que el Consejo de Seguridad, lo ratificara de forma unánime y a pesar de las iniciales dudas de Rusia y China. Bajo este supuesto, se auspició la intervención de fuerzas aliadas en Libia, lo que pone de manifiesto de forma inequívoca, que de haberse observado las mismas circunstancias en la crisis siria –independientemente del uso de las armas químicas-, la comunidad internacional habría tenido que actuar para ejercer esta responsabilidad.

Dado el desmedido uso de la fuerza que desde el comienzo de la crisis ha ejercido el gobierno de Bashar Al-Assad sobre su población para aplastar cualquier movimiento de rebeldía, parece a todas luces que la guerra civil siria atiende a estos criterios de injusticia. Sin embargo, los impedimentos para el reconocimiento de la necesidad de una implicación más directa y contundente de la comunidad internacional hasta el momento actual han sido notables y se pueden resumir en dos razones: por un lado, no parece que Rusia y China vayan a reconocer que se dan las condiciones para actuar conforme a la Responsabilidad de Proteger en Siria, por motivos geopolíticos y geoestratégicos, ni siquiera en el caso de que se presentaran pruebas fehacientes por parte de los investigadores de la ONU que borraran toda duda acerca de la autoría de la reciente masacre con armas químicas. Esto imposibilitaría que el Consejo de Seguridad dotase de legalidad a una intervención de fuerza aliada vía ONU. En segundo lugar, ningún país ha querido verse inmerso de forma directa, y mucho menos sin el aval de la comunidad internacional en esta guerra, por lo que hasta el último terrible ataque con armas químicas, se venían mostrando tibios a la hora de reconocer que el régimen de Bashar Al-Assad violaba sistemáticamente los derechos humanos, resultando asimismo un riesgo para la paz y la seguridad de la región. Sin embargo, no podemos negar que la fragmentación de los grupos  rebeldes con sus respectivos intereses y la creciente implicación de islamistas radicales en primera línea del frente opositor, especialmente suníes extremistas procedentes de Irak y cercanos a Al Qaeda, suponen un motivo suficiente para temer, tanto por parte de los países occidentales como de algunos de sus vecinos como Irán, la probable falta de gobernabilidad de un territorio muy dividido ante la hipotética caída del régimen, o peor aún, la posible llegada al poder en Siria de los mencionados grupos vinculados a Al Qaeda.

En agosto del año pasado, Estados Unidos y Francia establecieron el uso de armas químicas como límite para la actuación internacional. Hemos observado a lo largo de estos últimos meses cómo numerosos testimonios (hasta un total de 114) denunciaban el uso de, al menos, gas sarín y gas mostaza. Sin embargo, ante la dificultad en la obtención de informaciones fidedignas, las potencias mundiales que hoy se posicionan a favor de una intervención, pedían evidencias contundentes, cantidad significativa, y uso deliberado de las mismas, olvidando el riesgo que entrañaba la desobediencia en su utilización por parte del país con el cuarto arsenal más grande del mundo.

Han tenido que morir más de mil personas en un solo ataque, para que se haya considerado como contundentesignificativo y deliberado el uso de este tipo de armas. De esta forma, la estrategia de mirar hacia otro lado y dejar el conflicto enquistarse y fragmentarse cada vez más, no ha hecho sino traer consecuencias dramáticas, y complicar y hacer más peligrosa la eventual intervención de una forma u otra de la comunidad internacional. De hecho, la existencia del extremismo entre las filas rebeldes, la circunstancia que más complica el apoyo internacional a la oposición, no era tal en un comienzo. Los civiles sirios clamaban, tanto como lo siguen haciendo hoy, el apoyo de terceros países ante una situación desesperada. Ante el desamparo, los grupos radicales cercanos a Al Qaeda fueron calando en el movimiento opositor y ocupando el frente de la batalla.

En la actualidad nos encontramos en una encrucijada, en la que ninguna de las respuestas posibles parece buena. La comunidad internacional no puede eludir su responsabilidad para con una población flagelada por la guerra de forma insoportable, durante un tiempo excesivo. Sin embargo, hasta la fecha no ha sido posible actuar bajo el amparo de la legalidad, mediante una resolución de las Naciones Unidas. Rusia, más que probablemente, seguirá impidiéndolo con su derecho de veto en el Consejo de Seguridad.

¿Entonces qué alternativas quedan? ¿Cómo articular una intervención para que el remedio no sea peor que la enfermedad? Las consecuencias de una operación de fuerza resultan complicadas de predecir, tanto para la región como para Occidente, máxime si no se consigue un gran consenso para la intervención, de modo que la respuesta no sea malinterpretada o entendida como una mera actuación por intereses.

Este es el complicado dilema que actualmente afronta el presidente Obama, que no pretendía sino actuar desde la distancia, siguiendo la estrategia del leading from behind. En cualquier caso, tanto si decide finalmente ejecutar un ataque limitado contra objetivos militares del Régimen de Al-Assad, como si no, será responsabilizado de las consecuencias que se produzcan. Mientras tanto, gran parte de la comunidad internacional prefiere mirar desde la barrera. Se apela a la condena y la necesidad de la intervención, porque a todos (o casi todos) les parece que se trata de una violación de derechos humanos inaceptable, pero que se produzca únicamente tras una resolución de la ONU que se sabe prácticamente imposible. Entrar en Siria, a nadie se le escapa, supone crearse problemas, y en el fondo, todo el mundo prefiere que sea EE.UU quien tome la decisión y la responsabilidad de hacerlo o no.

La conclusión más triste que se desprende de todo esto no es sólo el cinismo imperante en las relaciones internacionales, sino asimismo, la constatación de que el sistema que conforman la legalidad internacional y la Organización de Naciones Unidas, tal y como está articulado, es ineficaz; no vale de nada para evitar que un gobierno pueda masacrar a su población impunemente, a no ser que otras naciones decidan tomar las riendas y ejerzan una responsabilidad que es de todos.

¿Cuántas desgracias más hacen falta para que se lleve a cabo por fin una reforma que convierta a las Naciones Unidas en una organización eficaz?

Marta González Labián