El final del año 2013 trajo consigo la noticia del fallecimiento de Nelson Mandela, el que ha sido, sin duda, el hombre más importante de la historia de Sudáfrica y una de las figuras claves del siglo XX.

 Su muerte, que causó conmoción a lo largo de todo el planeta, permitió el reconocimiento global de un hombre que llevó por bandera un mensaje de reconciliación social, convirtiéndose en todo un referente moral tras ser condenado a cadena perpetua y permanecer preso durante más de 27 años. Siendo finalmente liberado en 1990, Madiba, nombre con el que era conocido gracias al título honorífico otorgado por los ancianos de su clan, comenzó a trabajar con el entonces presidente sudafricano, Frederik Willem de Klerk, con el objetivo de conseguir una democracia multirracial en su país, algo que conseguirían en 1994 con la celebración de las primeras elecciones democráticas por sufragio universal, siendo ambas personalidades reconocidas conjuntamente con el Premio Nobel de la Paz en 1993. Mandela ganó esas primeras elecciones democráticas, convirtiéndose en el presidente de la República de Sudáfrica entre 1994 y 1999.

Retrocedamos ahora hasta 1948, fecha de la victoria electoral del Partido Nacional, cuya política favorecía la segregación racial, conocida como apartheid (que significa “separación” en afrikáans,  una de las lenguas más habladas en Sudáfrica) y que consistía, básicamente, en la división de la población en diferentes grupos raciales para promover el “desarrollo” y conservar el poder para la minoría blanca, que representaba en torno al 20% de la población. Así, entre otras cuestiones, se otorgó el poder exclusivo a los blancos para ejercer el voto, se prohibió el matrimonio y las relaciones sexuales entre blancos y negros, y se crearon lugares de actuación separados, tanto habitacionales como de estudio o de recreo para los diferentes grupos raciales.

Frente a estas políticas racistas se situaba el Congreso Nacional Africano (ANC, por sus siglas en inglés), fundado con el objetivo de defender los derechos de la mayoría negra del país, y entre cuyos dirigentes figuraba Nelson Mandela. Entre sus acciones destacó la “campaña de desafío contra leyes injustas”, que consistió en una serie de acciones no violentas, como la desobediencia voluntaria y deliberada de las leyes discriminatorias de forma pacífica, y que incluían acciones como viajar en trenes exclusivos para blancos o entrar en ciudades y barrios que se encontraban restringidos para los negros. También fue muy importante el desarrollo de la Carta de la Libertad de 1955, que demandaba la idea de dar a todos los sudafricanos la igualdad de derechos, como por ejemplo: que la tierra debía repartirse entre todos los ciudadanos independientemente de su color, raza o nacionalidad, un salario digno, la reducción de la jornada de trabajo, o la educación gratuita y obligatoria. Esto provocó que el Congreso Nacional Africano fuera denunciado por traición a la patria y finalmente prohibido, arrestándose a 156 activistas, entre ellos el propio Mandela, que fue encarcelado en 1962, juzgado en el llamado Proceso de Rivonia, y condenado a cadena perpetua.

Mandela fue el prisionero número 46664 en la isla de Robben, donde permaneció 17 años en precarias condiciones. Posteriormente pasaría otros diez años más en otras dos prisiones diferentes, sumando una reclusión total de 27 años en los que el gobierno de Sudáfrica rechazó todas las peticiones de liberarlo. En su estancia en la cárcel, Mandela fue obligado a realizar trabajos forzados en una cantera de cal y sólo tenía permitido recibir una visita y una carta cada seis meses. Además, uno de los aspectos menos conocidos de su cautiverio fue la falsa operación de fuga que el Servicio Secreto Sudafricano preparó en 1969 con el verdadero objetivo de asesinarle bajo la apariencia de una recaptura, complot que fue frustrado por el Servicio de Inteligencia Británico.

Pero a la par, mientras estuvo en prisión, su reputación creció y llegó a ser reconocido como el líder negro más importante en Sudáfrica, convirtiéndose en un símbolo de la lucha contra el apartheid dentro y fuera del país. Ello hizo que las presiones internacionales para dejar a Mandela en libertad fuesen notorias, y en 1989, cuando el presidente Botha sufrió un derrame cerebral y tuvo que ser sustituido por de Klerk, se anunció la liberación de Mandela, quien se convertiría en su principal interlocutor para negociar el proceso de democratización. Tanto esfuerzo culminaría con las elecciones que convirtieron a Madiba en el primer presidente negro de Sudáfrica, comenzando una política de reconciliación nacional en lo que se ha llamado la transición democrática de Sudáfrica, y que llevó a la aprobación, en 1996, de una nueva Constitución. Sin embargo, con la finalización de su primer mandato en 1999, Mandela decidió apartarse de la vida política.

Sudáfrica tras Mandela

Aunque la presidencia de Mandela suele verse de una forma idealizada, esa visión oculta los grandes retos que sigue teniendo por delante Sudáfrica. Bien es cierto que desde su mandato se han producido importantes avances, como el asentamiento de las bases de una Sudáfrica democrática con una economía de libre mercado y mecanismos de corrección de desigualdades, pero sigue habiendo mucho por hacer en cuanto al desarrollo social y económico.

Pese a que se han roto algunas barreras raciales, aún hoy la mayoría de los ricos continúan siendo blancos, mientras que los negros, que suponen el 80% del censo, son los que engrosan los escalafones más bajos de la población. La tierra, las minas, las industrias y el control del sistema bancario y financiero, prácticamente siguen en posesión de la minoría blanca, y pocos son los empresarios, académicos o funcionarios de alto rango de la mayoría negra. Todavía hoy el 87% del suelo en Sudáfrica está en manos de blancos.

Del mismo modo, millones de personas siguen viviendo en la pobreza extrema (casi un 40% de la población está por debajo del umbral de pobreza), el desempleo lleva muchos años estancado en el 25% y casi la mitad de los jóvenes negros está desempleado. El PIB per cápita, sin embargo, casi se ha multiplicado por tres desde los años 80, pasando de unos 4.000 a unos 12.000 euros (aunque en el mismo período España ha cuadruplicado sus cifras), Sudáfrica se ha incorporado al grupo de los BRICS y el número de hogares con luz eléctrica ha pasado del 40% en 1993 a más del 80% en la actualidad.

También la unión social parece lejana. Las distintas razas viven juntas pero sin mezclarse. Los sudafricanos siguen identificándose a sí mismos por razas, en parte por las políticas de discriminación positiva, que siguen clasificando a los ciudadanos según los grupos raciales que usaba el apartheid: blancos, indios, negros y mestizos.

A ello se unen unos índices de criminalidad y de propagación del sida de los más elevados del mundo. Los índices de violencia han llevado a la Interpol a declarar a Sudáfrica como la capital mundial de las violaciones y unos de los principales países en cuanto a muertes violentas y crímenes satánicos entre adolescentes. Con unos 52 millones de habitantes, en Sudáfrica son asesinadas cada día unas 50 personas y el número de mujeres asesinadas por sus parejas supera el millar cada año.

Con todo ello podemos afirmar que, pese al sacrificio de Nelson Mandela por lograr una sociedad igualitaria, el país está lejos de haber superado décadas de discriminación racial y sigue marcado por las diferencias raciales y las desigualdades económicas y sociales. Si bien, a pesar de ello, Mandela tiene motivos para que su última voluntad sea respetada: “Me gustaría que me recordaran no como alguien singular o especial, sino como parte de un gran equipo que ha luchado por muchos años, por muchas décadas e incluso siglos en este país. Porque la mayor gloria de vivir yace no en nunca caer, sino en levantarte cada vez que caigas”.

Javier González