Pensar en la calidad de la democracia en Latinoamérica supone hoy una obligada reflexión acerca de los complejos espacios que exceden el ámbito acotado de la elección de gobernantes en un marco de libertades públicas.

 Es cierto que si bien en los últimos años se vive un proceso de consolidación de los regímenes democráticos latinoamericanos, los distintos países de la región conviven con Estados que mantienen fuertes legados autoritarios y con sociedades profundamente desiguales. Las consecuencias de la desigualdad social extrema suponen un obstáculo para la consecución de una premisa básica de la democracia: la ciudadanía.

Un breve repaso histórico. En Europa, la concepción del individuo como un ser autónomo tuvo, bastante antes de la extensión universalista de la ciudadanía política, un largo proceso de elaboración en diversas doctrinas religiosas, éticas y filosóficas. Esta misma concepción fue cuidadosamente elaborada y progresivamente implantada, al ritmo de la expansión del capitalismo y del Estado moderno, como una doctrina legal que asignó derechos subjetivos a un creciente número de individuos y les atribuyó legal y universalmente la condición de ciudadanos. No sobra decir que el ciudadano como agente autónomo es alguien que no está constantemente luchando por mantener las condiciones mínimas de una vida digna como se registra en amplios sectores de la población latinoamericana.

En contraste con lo que ocurrió en Europa, en la mayor parte de América Latina los derechos políticos fueron obtenidos antes de completarse la generalización de los derechos civiles. A su vez, dependiendo de la trayectoria seguida por cada país, algunos derechos sociales fueron otorgados antes o después de los derechos políticos, pero en todos los casos estos derechos fueron limitados. A pesar de la consagración constitucional de los derechos políticos, civiles y sociales resulta obvio que nadie puede gozar plenamente de ninguno de ellos si le falta lo esencial para una vida razonablemente saludable y activa.

Dicho esto, digamos también que el Estado no es una realidad en sí mismo (no podemos señalarlo con el dedo, ¿o sí?), sino una relación social, una condensación o coagulación de fuerzas construidas a lo largo del tiempo por medio de estrategias de poder. La debilidad del Estado en los casos latinoamericanos puede ayudarnos a comprender los legados autoritarios de esos mismos Estados. Las crisis económicas, la alta inflación, la furia anti-estatal de la mayoría de los programas de ajuste durante las décadas de los ’80 y ‘90, junto con la corrupción impune y el clientelismo han contribuido a debilitar un Estado históricamente anémico pero cuyos antecedentes se remontan a los procesos de emancipación colonial.

Esta anemia se refleja en el sistema legal. Muchos de los países latinoamericanos tienen un régimen democrático que coexiste con un sistema legal que rige de manera intermitente y socialmente sesgada. Este déficit de legalidad se manifiesta de forma simultánea en el goce de derechos políticos y en la negación de muchos derechos sociales y civiles básicos (protección ante la violencia policial y la violencia privada; negación del acceso a las instituciones del Estado; sometimiento a una violencia a menudo perpetrada por las mismas fuerzas de seguridad destinadas a proteger). En síntesis: la pobreza material se extiende a una pobreza legal.

Hecho y  Derecho. Históricamente, la adopción de determinadas fórmulas políticas vinculadas a la tradición liberal tuvo un doble efecto en Latinoamérica; por un lado, la legitimación del poder en términos de soberanía popular permitiendo la emancipación colonial y la obtención de los derechos políticos; como contrapartida, se adoptó un positivismo jurídico que otorgó legitimidad a un puro y simple estado de hecho (“sólo el poder efectivo es legítimo”). De esta forma, el desarrollo del capitalismo en América bajo el amparo de una formalidad legal alejada de un imperativo ético que mirara las desigualdades reales pudo a través de la ley “individualizar” la sociedad  deslegitimando y obstaculizando cualquier intento de movilización popular para la conquista de derechos a la vez que mantenía la debilidad del Estado respondiendo funcionalmente a los intereses de la clase minoritaria dominante.

Esto es aún más claro cuando se observa que en Latinoamérica el modo de producción capitalista y su naturaleza universal facilita la generalización no tanto de sus formas productivas como la repetición de sus formas políticas. Es por ello que en las sociedades dependientes o periféricas, frente a la ausencia de un desarrollo capitalista post-colonial por parte de la burguesía, no es ésta (como sí lo fue en Europa) sino el proletariado el portador de un proyecto de independencia nacional. La burguesía queda asociada de facto al capital extranjero.

Llama la atención que, salvo contadas excepciones, las facultades latinoamericanas de derecho evitan cualquier tipo de actitud crítica sobre el derecho como fenómeno cultural. Esto atiende a los intereses de un sector de la sociedad que busca fortalecer, a riesgo de alienar el derecho de la sociedad, una autoridad a-temporal y a-histórica del derecho liberal ocultando la consideración que merece el factor cultural, histórico y social que produce esa tendencia del derecho a normar el poder.

Bueno sería explicitarlo y aclararlo en términos políticos comprendiendo cómo diversas fuerzas sociales con distintos -y a veces antagónicos- intereses y necesidades buscan asegurar y legitimar por medio de su legalización la tensa relación entre derecho y poder. Entender los derechos como algo previo a la acción social y política supone partir de una posición con consecuencias conservadoras que reducen los derechos a una esfera abstracta y formal alimentando tendencias que petrifican las relaciones sociales.

La democracia latinoamericana contemporánea difícilmente es “por” el pueblo, pero sin dudas es “del” pueblo y, debido a esto, debe ser también “para” el pueblo.

Diego Abad Cash