*Artículo publicado originalmente el 12 de marzo de 2014 en El Huffington Post.

Ante el -merecido- descrédito de las instituciones por parte de la opinión pública española, no faltan las voces que señalan que no vivimos en una democracia de verdad, que se caracterizaría, entre otras cosas, por el ejercicio continuado de consulta directa a los ciudadanos o referéndum.

Aparte de los referendos para la aprobación de los Estatutos de Autonomía, en España este ejercicio se ha llevado a cabo en muy limitadas ocasiones (Ley de Reforma Política: 1976; Constitución española: 1978; Permanencia en OTAN: 1986; Constitución Europea: 2005). En otro país europeo, Suiza, ya nos lo contaba Jordi Évole: “De media se vota 4 o 5 veces al año en forma de referéndum”. Este control ciudadano nos permite concluir que Suiza sí es una verdadera democracia, un ideal que alcanzar por nuestra parte, ¿no?

Como en cualquier asunto complejo, la correcta respuesta afirmativa o negativa no existe.

Antes de nada, resolvamos un par de cuestiones. En primer lugar, ¿quién determina qué se vota en un referéndum? Esto es interesante, ya que el proceso de inclusión de un tema en la agenda pública siempre responde a un propósito claro. Además, cabe preguntarse en todo caso si debería poder votarse cualquier cosa. ¿Hay límites a esto? Pongamos un ejemplo: ¿sería lícito que se pudiese votar la segregación entre hombres y mujeres en las escuelas?

La Confederación Suiza (un Estado, no obstante, federal) siempre ha sido un caso sui generis, avalado por su historia cantonal y su diversidad interna. Su democracia directa es ejercida en numerosas ocasiones a lo largo de cada año. Recientemente, a modo de ejemplo, se ha votado en contra de permitir los minaretes en las mezquitas del país, igualmente en contra de limitar los salarios más altos y, de la misma forma, en contra de aumentar sus vacaciones.

Hace apenas un mes llevó a cabo un nuevo ejercicio de democracia directa con resultados preocupantes para la Unión Europea. En esta ocasión, a propuesta de la Unión Democrática del Centro o Partido Popular Suizo, de ideología nacionalista y conservadora (muy a la derecha en el espectro suizo), los ciudadanos decidieron, por un margen muy estrecho (50,3% contra 49,7%), imponer cuotas de entrada a los vecinos europeos y acabar así con la libre circulación de personas existente entre Suiza y la UE desde 2002. Curiosa decisión de un país, que como muestra su Selección de fútbol, tiene en la inmigración la base de su sociedad.

¿Os imagináis que dentro de la UE sucediera lo mismo? No, ¿verdad? De hecho, en el último Eurobarómetro, un 62% de los españoles y un 57% del conjunto de los ciudadanos comunitarios señalaban que el mayor logro de la UE era “la libre circulación de personas, bienes y servicios en el seno de la Unión Europea”. Por ello, no deberíamos despistarnos en las próximas elecciones al Parlamento Europeo del 22-25 de mayo, pues más fronteras es básicamente lo que ofertan personajes de la talla de Marine Le Pen, de cuya boda eurófoba ya dábamos cuenta hace unos meses.

Las consecuencias del ejercicio de democracia del pueblo suizo no se han hecho esperar. El presidente de la Comisión Europea, José Manuel Durao Barroso, ya señalaba que “ofrecemos a Suiza una situación excepcional. Suiza tiene un acceso sin restricciones a nuestro mercado interior. Los suizos pueden establecerse en cualquier parte de Europa, hay alrededor de 430.000 que viven y trabajan en la UE. No es justo que Europa ofrezca a Suiza estas condiciones y que después Suiza no ofrezca las mismas condiciones”. Más allá, Bruselas ha decidido suspender los programas de investigación y de educación como respuesta a los cupos migratorios.

Tanto a nivel nacional como europeo, es necesario sin duda un mejor funcionamiento de las instituciones, con procesos más inclusivos, legítimos y transparentes… en definitiva, mayor y mejor democracia. No obstante, esto no significa necesariamente que por hacerse un mayor uso del referéndum nos encontremos en esas coordenadas, y menos aún cuando victorias tan ajustadas (¿debería establecerse quizás un porcentaje mínimo mayor para que se llevase a cabo una medida aprobada en referéndum?) tienen implicaciones tan importantes. Sin renunciar al referéndum como instrumento constitucional, es necesario un liderazgo político, alejado de populismos, que lo utilice para reforzar la legitimidad de acciones políticas que proporcionen bienestar a la ciudadanía.

Salvador Llaudes