Tanto la moral como el derecho integran el mundo de la acción, de lo práctico y en consecuencia el de la libertad.

El mundo del deber nace desde la libertad y el derecho se nos muestra hoy escindido de la moral y circunscrito a su rol de instrumento de control social redimensionado exclusivamente en su fuerza coercitiva como justificación de su autoridad.

América, conformada institucionalmente según los cánones del derecho moderno asume una ley abstracta coactiva como un hecho incontrastable. La libertad interior, encapsulada en una individualidad sin salida y la exterior, cedida a una autoridad estatal vista como un potencial enemigo mantienen al individuo y a la sociedad en una lamentable confusión. El derecho como experiencia comunicativa, como encuentro ético, se ve sustituido en el mejor de los casos por un mero instrumento represor de egoísmos.

Cuando a los países latinoamericanos se los compara entre sí o con algún país industrializado de fuera del continente son recurrentes las referencias al funcionamiento de las instituciones. Algunas comparaciones son odiosas, no porque no puedan servir de referencia para aprender y asimilar experiencias ajenas sino porque resultan poco ejemplificativas cuando no toman en cuenta las particularidades históricas de los sujetos involucrados, cuando se pretenden utilizar como abstracciones útiles con las cuales se mide el éxito y el fracaso.

Las experiencias históricas de los pueblos no son intercambiables como tampoco lo son las estrategias sobre cómo habitar el mundo. Los pueblos como sujetos políticos plurales elaboran su propio destino, son creadores, y si bien pueden asimilar experiencias externas, éstas, para que sean sustentables, deben haber sido reformuladas y dotadas de un significado propio. Si lo externo es impuesto autoritariamente, no es otra cosa que sometimiento. La consecuencia es la fractura y desgarramiento del pueblo como sujeto político.

Hacer política es descubrir, formular y articular esos sentidos inherentes a las prácticas sociales. Toda práctica social es una práctica significante. Toda relación social es un proceso de producción y reproducción de significados. Si la política es necesaria por la división de la sociedad, por la necesidad de ordenarla, ella es posible por referencia al Estado. Sólo bajo la forma de Estado la sociedad puede organizar la convivencia social, es decir, ordenar su división.

La carencia de un Estado fuerte en Latinoamérica tiene su contracara en las profundas desigualdades sociales. Las mayores o menores dosis de autoritarismo de los gobiernos y de las sociedades se viven como resultado de un déficit de interlocutores válidos y una sensación de injusticia social. Ya sea que los gobiernos renuncien al compromiso de llevar adelante políticas que propendan a conseguir mayores cotas de igualdad o por el contrario las lleven adelante, el resultado es que sectores de la sociedad lo verían como un avance ilegítimo sobre sus libertades. La permanente confusión entre gobierno y Estado, impide que como sociedad veamos en el Estado un referente legítimo, una instancia de poder social en la cual vernos representados para lograr una convivencia menos violenta.

Algunos medios de comunicación suelen presentar la actualidad latinoamericana con una superficialidad alarmante: los síntomas se presentan como causas. Se habla mucho del aspecto institucional y poco acerca del sentido que esas instituciones deben tener para los pueblos de Latinoamérica. El sentido que debe buscarse no es otro que uno que saque a la luz la causa de nuestra frustración, lo que no puede ser otra cosa que buscar una recomposición ética, un modo de vivir en justicia y libertad a través de una política prudente. La prudencia debe convertirse en el ideal revolucionario de nuestra América. Para ello es necesario recuperar la filosofía, madre de toda emancipación, de toda libertad y de todo progreso social, que ha sido desplazada por una cultura de la medición y el cálculo que define la acción en términos de manipulación y dominio.

Algo que no forma parte de la discusión en torno a la cual gira la cuestión institucional es la olvidada “justicia”. Esto, aunque grave desde el punto de vista explicativo, no llama demasiado la atención puesto que desde la modernidad y con la glorificación del derecho positivo, lo institucional deviene el aspecto crucial y exclusivo de lo jurídico, aquello sobre lo que gana o pierde autoridad la “ciencia” del derecho. Es decir, el derecho ya no se preocupa por la justicia sino que su preocupación o foco de atención está puesto en la previsibilidad, en la seguridad (¿no es acaso “seguridad jurídica” lo que se le reclama a los países periféricos para considerarlos más o menos “serios”?). El derecho se empecina en el aspecto formal relegando lo sustancial, es decir la justicia, que es vista como un asunto “opinable” y por tanto como dato meta-jurídico.

Pero, bueno es decirlo, la justicia no se materializa sino en un marco ético, no institucional. Lo institucional, con toda su importancia, no puede entenderse como solución a los problemas latinoamericanos, puesto que, tal como sucedió en la historia latinoamericana, la institucionalización abstracta según un modelo ajeno a las necesidades e intereses de un pueblo no puede más que alienar a sus individuos.

El saber ético a diferencia del conocimiento involucra el vivir en general y es formativo. Lo prudente exige encontrar el justo medio que conduce al bien, implica encontrar la distancia justa del respeto a los otros y a las cosas, es el justo medio necesario para cualquier acción comprometida. Se configura en el encuentro libre con el otro y por ser libre no responde a una relación de causa-consecuencia necesaria, no hay lugar para una demostración científica, sino una deliberación con el otro que permite y necesita de argumentación.

En América Latina individuo y Estado viven su oposición y la tarea de encontrar el justo medio es ardua a falta de un Estado legítimo y fuerte que intermedie. La libertad se vive como incondicional y el encuentro con el prójimo representa una amenaza. La afirmación de que “mi libertad termina donde comienza la del otro” es sólo un enunciado abstracto ya que la tendencia es buscar que la libertad o los derechos del otro comiencen lo más lejos posible. El encuentro con el otro es una sospecha y un conflicto para fijar esos límites.

En este contexto es preciso seguir construyendo un sujeto ético continental latinoamericano que acentúe el crecimiento y sirva de defensa a sus expresiones culturales, políticas y económicas. La riqueza, diversidad y originalidad cultural que se expresa en el arte tiene su contracara en el déficit de estructuración política, económica o jurídica por la debilidad de un Estado que, sin embargo, es la principal fuerza de cohesión social. El Estado, no debemos olvidarlo, reúne a las fuerzas centrífugas de la sociedad pero muchas veces se lo mira con desprecio, como guardián de un orden injusto.

Diego Abad Cash