La libertad efectiva es siempre relacional, siempre implica al otro. También es relacional la construcción de la sociedad buena, la equidad, la justicia y la seguridad.

 Estas ideas necesitan de los otros para que tengan sentido y se plasmen en una realidad concreta. Todas ellas sólo encuentran viabilidad y toman forma a partir de la construcción colectiva que sólo la política puede impulsar.

En Latinoamérica se demanda mayor seguridad pero el concepto de seguridad posee al momento de publicarse en los principales medios de comunicación social un sesgo llamativo. La seguridad pasa de ser un concepto amplio que podría incluir la disminución de la pobreza y las desigualdades sociales, la seguridad alimentaria y sanitaria, a uno cerrado al limitado ámbito de la violencia contra la propiedad o la integridad física que son derechos no menos importantes y complementarios.

Sin embargo, las políticas públicas impulsadas para mitigar la inseguridad en sentido amplio son también atacadas por aquellos sectores que, lejos de esa inseguridad habitacional, alimentaria o sanitaria, la entienden como amenaza de una libertad individual frente al otro que no puede reemplazar con sus medios económicos la carencia de un Estado que vele y  garantice las condiciones para su desarrollo humano. Desde esta postura, la seguridad en sentido amplio es la que conspira contra los intereses de quienes no se sienten representados en el Estado y por tanto lo consideran un actor indeseable; prefieren de este modo un Estado reducido a su mínima expresión, es decir, avocado a sus únicas legítimas funciones de garante de ley y orden.

Si sumamos a la desigualdad actual y la exclusión todavía patente en nuestras sociedades latinoamericanas una incertidumbre postmoderna en la cual las consecuencias de nuestras acciones no pueden calcularse ya que los premios y castigos no tienen una lógica rigurosa, el producto resultante es un individuo con una desconfianza existencial corrosiva, una voluntad sometida a fuerzas oscuras que amenazan los proyectos personales con un cinismo desmedido que quiebra los incentivos individuales y sociales para canalizar el esfuerzo personal. La tendencia se convierte en la no aceptación de la responsabilidad por las propias acciones y una renuncia o resignación gradual de nuestra libertad tanto personal como social.

Si hablamos de poder debemos decir que hoy reside en quienes pueden imponer mayores cuotas de incertidumbre social en los demás. El poder se mantiene a una distancia de la política, y ésta última se encuentra desvirtuada a manos de políticos que son responsables centrales de una crisis de representación. La ciudadanía exige más de los políticos, simplemente porque la recuperación del poder por los representantes políticos supone enfrentar a quienes hoy tienen el poder real, que es financiero y económico. El poder ha cambiado de manos, ya no se encuentra sujeto a límites: es absolutista. El poder ya no se transmite de Dios a los Reyes, sino del ídolo dinero a quienes lo poseen. La mayor desigualdad a la que asistimos entre ricos y pobres tiene su origen en el desplazamiento de la política representativa, sujeta a responsabilidad, por una política sectaria que se forjó al calor de un neoliberalismo alejado de cualquier construcción colectiva de libertad individual. La práctica neoliberal constituye un programa destinado a destruir las estructuras colectivas y la política representativa. Los políticos son delegados menores que transan con los poderes fácticos económicos reduciendo la política a su versión más viciada, a la lógica del mercado puro, mientras la libertad se fragmenta al calor de un miedo que crece y nos oculta que la libertad es algo mucho más sustancioso que el producto natural de transacciones mercantiles.

Las líneas defensivas frente a este despropósito se van debilitando, sumiendo a cada vez más personas a una vida de subsistencia y a una pérdida del control sobre el destino y los proyectos personales y colectivos. La precarización de las condiciones laborales y de vida nos conduce a una impotencia individual y a una resistencia agrietada.

La política sectaria y absolutista que somete a la mayoría tiene su correlato en una sociedad que se deshace de sí misma para dar rienda suelta a una parte de ella que es a-social (“la sociedad no existe”, diría Margaret Thatcher, abanderada del neoliberalismo), constituida por individuos a-sociales. El cuerpo social se fragmenta en ricos y pobres en pos de que una parte pueda vivir mejor separada del resto.

Los miedos se afrontan individualmente porque no pueden ser compartidos ni condensados en una causa común. La idea de sociedad ha sido herida por una ideología que pregona el individualismo egoísta que ataca preventivamente cualquier intento de acción colectiva. El desempleo juvenil y la inseguridad laboral sirven para hacerle entender a los jóvenes que el único hogar que uno puede prever es aquél en el que creció y entonces quedan atrapados entre dos alternativas: la eterna infancia y la muerte.

Las dificultades para poder construir vidas con sentido se explican porque los significados no pueden trascender a una sociedad de consumo materialista. Los significados ya no se construyen en sociedad, el significado es individual y por tanto debe ser sostenido individualmente y sostenido incansablemente frente a la falta de recompensas, lo que por supuesto hace difícil sobrevivir el esfuerzo.

Los “otros”, desprendidos de su vocación social, quedan lentamente reducidos a su rol de meros consumidores y ciudadanos pasivos. Su función sistémica es servir de referentes para constatar aquello que resulta deseable desear.

Diego Abad Cash