“El valor final de todas las instituciones es su influencia educativa” , John Dewey.

Algunas instituciones, bajo la forma de una organización, cuentan con una cara visible y suelen ser identificadas con oficinas y edificios; los órganos del Estado son un buen ejemplo de esto último. Sin embargo existen otras instituciones que no poseen esta forma visible sino que se materializan a través de normas de conducta. Se las puede clasificar según su naturaleza en políticas, jurídicas o económicas, pero todas ellas son primordialmente sociales.

Las instituciones también se encuentran interrelacionadas. Las instituciones políticas, jurídicas y económicas comparten fronteras comunes y se sostienen entre sí. Saber con exactitud cuando se pasa del campo jurídico al económico, o de éste último al político es según el caso, tan complicado como pretender separar el agua de río, del mar en el que desemboca.

Las instituciones son sin lugar a dudas un espacio de disputa; todo espacio político lo es. El Estado y el mercado son instituciones que, a veces equivocadamente, se presentan como opciones dicotómicas y, sin embargo, el mercado no se estructura sólo, sino que depende de reglas comunes, leyes elaboradas políticamente, sobre las cuales operar, y que delimitan el campo de juego de los incentivos y desincentivos.

Tomando por caso a los países latinoamericanos, en donde las desigualdades sociales son todavía obscenas y violentas, apelar al fortalecimiento del Estado significa dotarlo de la legitimidad necesaria para actuar reduciendo esa desigualdad de forma sostenible. Supone exigir que no sólo las políticas sean fiel reflejo de las aspiraciones democráticas del pueblo, sino que además los cuadros burocráticos estén en condiciones de actuar con niveles de profesionalismo y vocación ética. No sólo el diagnóstico de los problemas debe ser el adecuado sino que las políticas públicas y los recursos también deben serlo.

Ahora bien, si entendemos la autoridad como poder legítimo, inmediatamente nos percatamos de que construir legitimidad es dotar al poder de autoridad. La autoridad personal se gana a fuerza de mérito, pero la autoridad institucional se construye socialmente y se materializa en los cargos institucionales que se ejercen, no a título personal, sino en representación de esas mismas instituciones. Es la sociedad toda la encargada de construir esa autoridad institucional y responsable de exigir que las personas que las representan estén a la altura de su cargo.

La inestabilidad político-institucional a la que se han visto sometidos cíclicamente los gobiernos latinoamericanos obedece a la desigualdad social que provoca un déficit de cohesión social. Esto es producto de sociedades en las que prevalece la concentración del ingreso y la propiedad, y la exclusión de las mayorías. En otras palabras, a mayor desigualdad social menor es el consenso en torno a un proyecto común de nación, y mayor es la tensión a la que se encuentran sometidas las instituciones en las que se debe discutir ese proyecto. Este cuadro de situación interna se agrava con las desigualdades a nivel mundial, externo, que provocan necesidades y condicionamientos entre países pobres y ricos.

La sostenibilidad a medio y largo plazo será consecuencia de utilizar el Estado para atacar las causas de la desigualdad. Construir una cultura de paz sin rechazar el conflicto significa convencer políticamente, crear expectativas comunes entre actores con intereses en muchos casos sujetos a lógicas antagónicas.

De la misma manera en la que es importante mantener a raya un Estado totalitario o absolutista, también lo es mantener a raya a las grandes corporaciones que pueden avasallar derechos cuando se manejan con la impunidad de un Estado cómplice o débil. Evitar los mecanismos de evasión institucionalizada de las normas jurídicas por parte de los poderes fácticos es tarea del Estado. La consecuencia de fracasar en esta tarea es minar las condiciones para la efectividad del derecho de las que deberían gozar el resto de los ciudadanos.

Para ello es importante exigir que los funcionarios estatales no sean cómplices de los poderes que operan con lógicas distintas a la persecución del bienestar general. La complicidad criminal estatal puede degradar la legitimidad del Estado, pero lo que se debe rechazar es el actuar delictivo de los funcionarios sin descuidar la importancia y legitimidad de la institución-Estado, de lo contrario, éste, se ve disminuido en su capacidad para cumplir su rol fundamental. En otras palabras, evitar “tirar el agua sucia con el niño adentro”.

Demandar mejores instituciones incorporando de manera rigurosa el mérito tanto profesional como ético para quienes representan las instituciones de la sociedad es la mejor política pedagógica a la que podemos aspirar. La democracia como institución nos involucra a todos y por eso es importante también hacer foco en la responsabilidad ciudadana y el compromiso político.

Las últimas manifestaciones en México, demandando por la desaparición de los 43 normalistas, y las manifestaciones en EE.UU. por los recientes casos de discriminación racial, son una lucha por la democracia como institución, que, recordemos, puede quebrar aún sin golpes de Estado en sentido propio, si sus principios son violados y si sus violaciones no suscitan rebelión o, al menos algún tipo de disenso.

Las frustraciones que sufrimos como latinoamericanos, se sufren menos si la historia nos permite comprender las causas de las mismas, lo que no es otra cosa que educarnos en cuanto a nuestros errores y posibilidades. Dotar de sentido nuestra historia supone hacernos cargo de la misma, al tiempo que nos damos a nosotros mismos como pueblo, una libertad política que nos pertenece por derecho pero de la cual nos tenemos que reapropiar y plasmar institucionalmente.

Diego Abad Cash