Tras unas tensas negociaciones, el pasado 24 de febrero el Eurogrupo, finalmente, aceptaba los compromisos y las reformas propuestos por el gobierno griego.

 Ello se produjo a cambio de extender el plan vigente de asistencia financiera a Grecia por cuatro meses más en los que se renegociará la posibilidad de un nuevo rescate (o como quiera que se llame). El acuerdo ha permitido alejar, de momento, la posibilidad de la salida de Grecia del euro, algo que habría desencadenado una catástrofe financiera de consecuencias imprevisibles.

Sin embargo, el acuerdo con la Unión Europea no ha solucionado nada de forma definitiva, pues no ha supuesto el final del drama griego, sino sólo el comienzo de una nueva etapa que se prevé, si cabe, más convulsa todavía. Los próximos meses serán meses de negociaciones interminables en una lucha desigual marcada por la necesidad de Grecia de acceder a dinero adicional ante la imposibilidad de hacer frente a sus pagos.

De momento, Alemania (de sobra conocido, el actor esencial en la UE en estos momentos) parece ir ganando la partida, pues ha conseguido su objetivo básico: mantener la austeridad como eje central del orden económico europeo actual. Algo que se demuestra incluso en que Bruselas y Berlín estuvieron divididos desde el principio sobre la solución a esta crisis griega, siendo Alemania quien, finalmente, impuso su criterio: a cambio de prorrogar el apoyo financiero de sus socios europeos, el primer ministro Alexis Tsipras deberá someter todas las medidas que tome en ese tiempo a la inspección del Eurogrupo. Además, Grecia promete adoptar una reforma fiscal que haga más progresivo y justo el sistema, reforzar la lucha contra la corrupción y la evasión fiscal, así como reducir el gasto administrativo.

Todo esto contrasta con las prioridades del programa con el que Syriza ganó las elecciones el pasado mes de enero, que incluía la eliminación de las políticas de austeridad aplicadas por los gobiernos anteriores del Pasok y Nueva Democracia, así como la restauración del nivel del salario mínimo, el aumento de las pensiones y de los gastos de salud, educación o desempleo. Lo poco conseguido, como la idea de “eliminar” la Troika, son sólo gestos vacíos, pues las instituciones europeas continuarán ejerciendo el control sobre las decisiones griegas, algo que viene a ser, más o menos, lo mismo que venía sucediendo. Así, y a la vista de las sucesivas renuncias a las que se vio obligada durante la negociación, cabe concluir que Grecia ha conseguido lo poco que podía conseguir: fundamentalmente, un poco más de tiempo.

Sin embargo, es importante aclarar que quienes “mandan” en Europa no tienen el menor interés en acabar con Grecia ni en tirarse piedras sobre su propio tejado. Se conforman con una exhibición de poder frente al país heleno para dejar claro el fracaso asegurado de quien desafíe el statu quo con cualquier política alternativa a la oficializada como única posible. El Gobierno de Tsipras tampoco se plantea de primeras renunciar a Europa o al euro (para lo que no dispone de mandato ciudadano), sino que justamente reclama lo contrario, un fortalecimiento del proyecto europeo y una redefinición de la unión monetaria que impida que sigan siendo, como hasta ahora, entidades imperfectas que favorezcan a los países o grupos sociales más poderosos.

Lo quieran o no, las autoridades europeas tendrán que escuchar a partir de ahora los proyectos o planes del gobierno griego, aunque estos últimos sean contrarios a las políticas de austeridad. Las cantidades que debe Grecia resultan imposibles de pagar en las condiciones actuales, y continuar con décadas de austeridad y recortes drásticos en el nivel de vida griego es algo que los ciudadanos ya no están dispuestos a tolerar. Por el bien del euro y, en última instancia, de Europa en su conjunto, estarán obligados a entenderse, llegar a acuerdos, y buscar la mejor solución posible para esta dramática situación.

Con todo, es cierto que aunque Alemania está jugando una partida peligrosa, no parece probable la salida de Grecia del euro pues todavía existe un amplio consenso en que ello sería un terremoto con consecuencias imprevisibles, y ya sabemos que a los actores racionales no les gusta la imprevisibilidad. Se ha llegado a decir que podría provocar no solo –y ya bastante grave es- la fractura del proyecto del euro, sino el colapso de la propia Unión Europea, extendiéndose a los mercados financieros internacionales, lo que podría producir una nueva y más profunda recesión en la economía mundial. Por ello, y habida cuenta de que hemos asistido a la consagración de la hegemonía germana en una escenografía apocalíptica lejana de la realidad, cabría plantearse cómo debería ser el liderazgo alemán para ser compatible con una Europa unida y solidaria, si es que esta utopía para muchos fuese realmente posible. Y se trata, en definitiva, de clarificar qué Europa queremos los ciudadanos europeos y qué cambios institucionales son necesarios para ello. Los ciudadanos, en definitiva, eligen a sus representantes políticos, y la Unión Europea o la Eurozona deberían estar obligadas a escucharles y llegar a entendimientos sea cual sea su ideología política. De acuerdo que las deudas han de pagarse, pero quizás Alemania debería volver la vista a su propio pasado y recordar… El tiempo extra se termina.

Javier González