En noviembre de 1945, representantes de diferentes naciones se reunieron para reflexionar sobre las causas de las dos grandes guerras mundiales. 

El grupo, formado por políticos, científicos, filósofos y artistas, se preocupó mucho por apreciar y preservar las diferentes culturas, y concluyeron la sesión firmando la carta de constitución de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO. Se intentaba así poner freno a lo que había pasado durante ambas guerras, donde gran parte del patrimonio histórico y artístico acumulado en Europa durante siglos fue, en apenas unos años, reducido a escombros, perdiéndose así todo tipo de lugares como catedrales, museos, palacios o cascos históricos completos, muchos de ellos considerados de valor excepcional.

Hasta finales del siglo XIX no existió ningún tipo de reglamentación internacional para proteger el patrimonio histórico-artístico durante los períodos de guerra. Las conferencias de Bruselas de 1884 y de La Haya de 1907 fueron las primeras en hacerse cargo de la protección de edificios utilizados con fines artísticos, científicos o caritativos, pero con la UNESCO nacía verdaderamente una nueva institución con el objetivo de contribuir a la paz y a la seguridad en el mundo mediante la educación, la ciencia, la cultura y las comunicaciones, y dentro de ello, con la idea de promocionar la solidaridad intelectual y moral de la humanidad, avanzar en el conocimiento intercultural y proteger las expresiones culturales en sus múltiples formas. A través de la colaboración internacional, la nueva organización se puso pronto a trabajar para preservar los sitios culturales en peligro de desaparición, siendo el más célebre caso en aquellos años el de la salvaguarda del Gran Templo de Abu Simbel, en Egipto, en 1967.

Años después, en 1972, durante la decimoséptima reunión de la UNESCO celebrada en París, los Estados miembros adoptaron la “Convención sobre la Protección Mundial Cultural y Natural”, creando la designación de “Patrimonio de la Humanidad”, un título para certificar aquellos logros culturales extraordinarios de la herencia común de la humanidad. Aquella convención certificaba que “el deterioro o la desaparición de un bien del patrimonio constituye un empobrecimiento nefasto del patrimonio de todos los pueblos del mundo”, haciéndose hincapié en la propiedad global de este patrimonio, que no pertenece a un pueblo o a un país, sino a todas las personas del mundo.

Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos realizados en estas décadas, y de la fuerte legislación internacional vigente en este aspecto, aún queda mucho por hacer en pleno siglo XXI. Sólo hace falta mirar a nuestro alrededor para darnos cuenta de cuánto patrimonio sigue en peligro de destrucción. Así, por ejemplo, tenemos el reciente caso de Crimea y Ucrania, donde el conflicto con Rusia ha demostrado una auténtica falta de preocupación y de medidas para proteger los recursos arqueológicos y culturales, llevándose a cabo la destrucción de varias iglesias históricas y fortalezas; o en Ereván (Armenia), donde la corrupción y el nacionalismo de los últimos años ha permitido la erradicación de buena parte de su ciudad antigua; o en Bolivia, donde las actividades mineras extensivas están amenazando la supervivencia de del asentamiento colonial de Potosí. Y estos son sólo tres ejemplos de una larga lista.

Más alarmante, quizás, aunque sólo sea por el impacto internacional que está teniendo, pero también por su importancia histórica como cuna de la civilización, es el caso de la destrucción de Oriente Próximo, donde diversos sitios culturales de valor incalculable de países como Siria, Irak o Libia están quedando reducidos a escombros. Así, en los últimos meses, el mundo está observando con incredulidad cómo el Estado Islámico está destruyendo todo aquello que va encontrando a su paso. Una destrucción impulsada principalmente por su doctrina religiosa, que pretende hacer desaparecer la historia y el pasado de aquellos territorios que controlan, además de obtener una importante pero devastadora propaganda internacional. Los estragos de los últimos meses son sólo otro caso más de un intento de borrar del mapa los sitios culturales y los símbolos que encuentran ofensivos a su visión del mundo, mediante una forma cruel de establecer una nueva narrativa que explique su propia preeminencia. Sin embargo, esta “limpieza cultural” no parece ser el único propósito, ya que, si por una parte declaran que el arte antiguo, por su idolatría, debe ser destruido, por otra aprovechan para llevar a cabo todo un sistema de saqueo que monetiza dicho arte para financiar sus actividades.

Por poner algunos ejemplo, cabe decir que en febrero pasado el Estado Islámico publicó un vídeo en el que un grupo de yihadistas destruía salvajemente con picos y mazas esculturas de gran valor de tres mil años de antigüedad en el museo de Mosul, la segunda mayor ciudad de Irak. Del mismo modo, la histórica ciudad de Nimrud, situada en el norte de Irak desde hace más tres milenios, también fue asaltada y arrasa con vehículos pesados por el Estado Islámico, al igual que las ruinas arqueológicas de Hatra, antigua capital del Imperio Parto. Estos casos son especialmente sangrantes, pues no hay que olvidar que en esta región se hallaba Asiria, considerada el primer imperio en la historia de la humanidad.

Pero esto no es algo nuevo en la zona, sino que ya viene de antes. La destrucción de los budas gigantes de Bamiyan en 2001 por parte de los talibanes daba temprano ejemplo de destrucción cultural en la citada área geográfica. En 1999, poco después de que los talibanes asumiesen el poder en Afganistán, el nuevo ministro de cultura hablaba del respeto que se debía tener a las antigüedades preislámicas, dejando claro que no debían ser destruidas sino, por el contrario, protegidas. A pesar de ello, el 26 de febrero de 2001, el líder talibán Mullah Muhammad Omar emitió un decreto ordenando la eliminación de todas las estatuas y santuarios no islámicos del país. En pocos días los budas habían sido destruidos.

Cuatro años después, le tocó el turno a la Gran Mezquita de Samarra (Irak), construida en el siglo IX y en su día la más grande del mundo. Y del mismo modo, en 2012, un grupo relacionado con Al-Qaeda, Ansar Dine, destruyó por impulsos ideológicos las mezquitas, monumentos y manuscritos de Tombuctú, en Malí. En 2013, la directora general de la Unesco, Irina Bokova, expresó su consternación por las nuevas destrucciones del patrimonio cultural en Siria, como es el caso de la Gran Mezquita Omeya de Alepo, una de las más antiguas del mundo. En su opinión, acabar con estas herencias del pasado “no tiene otra finalidad que la de intensificar el odio y la desesperanza y debilitar aún más los fundamentos de la cohesión de la sociedad”. Y desgraciadamente, estos son sólo algunos ejemplos, quizás los más llamativos, de una lista infinita.

Pero entonces, ¿por qué el patrimonio cultural es aún objetivo de ataques en todo el mundo? Algunos han culpado a los regímenes nacionalistas, que a menudo tratan de politizar los elementos culturales usándolos para reinterpretar el pasado con fines ideológicos específicos. Otros han puesto de relieve el fuerte contraste entre el beneficio masivo creado por el mercado ilegal de antigüedades y el relativamente bajo riesgo penal existente. Y algunos también señalan la falta de aplicación real de los reglamentos de la UNESCO. Pero, por encima de todo, estos ataques revelan que hay una falta de conexión entre las naciones y los individuos, que no llegan a comprender la importancia del patrimonio como medio para salvaguardar la memoria de la humanidad, o incluso, como una fuente de importantes recursos económicos a través del turismo y el desarrollo cultural. Mientras la guerra y la despreocupación continúan haciendo estragos en muchos lugares del mundo, los mismos países que se han comprometido a preservar la herencia del mundo deben considerar y analizar lo que está pasando y actuar lo más rápidamente posible, más allá de la política o la economía pues, sin olvidarnos de las pérdida de miles de vidas humanas, la destrucción de nuestro patrimonio es, en cierta medida, la destrucción de lo que somos.

Javier González